La columna relata cómo la autora, mediante una oración espontánea pidiendo paciencia y compasión, logró conectar y sostener una conversación profunda con una persona que antes le resultaba difícil tratar.
Por Karla Icaza, vicepresidenta ejecutiva de Gobierno Corporativo de Grupo Promerica
Hace algunas semanas mi esposo y yo nos íbamos a ver con unas personas, y una de ellas “me cuesta más” de lo normal. Me refiero a que, por su forma de ser, no aguanto mucho tiempo conversando con ella. Como no tengo que verla tan a menudo, cada vez que se daba el caso, respiraba hondo y hacía mi mejor esfuerzo para poner “cara de póker” y estirar mi paciencia lo más que pudiera. Seguramente yo también “les cuesto más de lo normal” a algunas personas.
En esa ocasión mientras nos dirigíamos al lugar donde nos encontraríamos, decidí de forma espontánea, orar (hablar con Dios) y le dije literal: “Señor dame paciencia y poné compasión y misericordia en mi corazón”. Mi esposo me quedó viendo y se puso a reír diciendo: Karla Icaza, Karla Icaza….
No me lo van a creer, pero algo pasó ese día. Fue la primera vez que pude sostener una conversación de tú a tú con esa persona, donde hablamos de varios temas profundos, experiencias de vida y hasta se le pusieron los ojos llorosos varias veces. Fue tan obvio lo que había pasado que mi esposo cuando regresamos a la casa, en el camino, me hizo comentarios al respecto. Nunca pensé que podía pasar lo que pasó con esa persona que anteriormente me sacaba de quicio. La verdad es que parada en mi orgullo me repetía a mí misma que no toda la gente tiene que caerme bien, y por eso no estaba haciendo ningún esfuerzo para buscar como mejorar las cosas. Siempre alguien tiene que dar el primer paso, y esta vez me tocó a mí. La oración que hice de forma espontánea, el Señor la escuchó y me tomó la palabra.
Orar es hablar con Dios de lo que sea y no tiene que ser solamente para pedirle cosas. La oración no es un extinguidor que sacamos cuando hay un fuego. Orar es hablar con El todo el tiempo, de lo que sea. A veces creemos que solo debemos orar cuando tenemos un problema, una situación difícil, una necesidad o un anhelo. Estoy segura de que más de alguna vez han escuchado a alguien decir “lo único que me queda es orar”. Esa expresión significa que Dios es su último recurso.
Recuerdo que cuando estuve en tratamiento de quimioterapia por el cáncer de seno que tuve, una vez una amiga me dijo: “vos tenés pata con El de Arriba”. Tener pata en mi país significa tener influencia con alguien. Todos tenemos acceso a acercarnos a Dios en todo momento. Nunca está ocupado para prestar oído a lo que tengamos que decirle.
Yo nunca he sido partidaria de orar repitiendo oraciones que ya alguien hizo, salvo por el Padre Nuestro, que el mismo Jesús nos lo enseñó. No se necesitan palabras sofisticadas ni tenemos que ser ceremoniosos para conectarnos con Dios. Mi estrategia ha sido hablar con Él, así como hablo yo, directa, concisa y al grano. Puedo pedirle que tome control de una reunión que sé que será complicada, o puedo darle gracias por todo lo bueno y lo no tan bueno. Puedo pedirle sabiduría para tomar una decisión, o puedo simplemente decirle cuanto lo amo. A veces estoy enojada y se lo dejo saber; a veces estoy triste y derramo mis lágrimas en Su Presencia.
Tal vez algunos dirán que estoy loca, pero he encontrado que mientras más le platico de mi vida, de mis sueños, de mis angustias, de mis frustraciones y preocupaciones, más gozo, paz, mansedumbre, dominio propio y todos los frutos de su espíritu se manifiestan en mi vida.
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