Por Irene Escudero |
Bogotá (EFE).- «Tenemos que terminar de una vez y para siempre con seis décadas de violencia y conflicto armado», proclamaba Gustavo Petro en su investidura como presidente en agosto de 2022. Dos años y medio después, esa «paz total», uno de sus ejes de Gobierno, se desdibuja y parece difícil lograr cualquier acuerdo con el abanico de grupos armados de Colombia.
Tras cuatro años de Gobierno de Iván Duque, que renegó del acuerdo con las FARC e impulsó una fallida mano dura militar, la llegada de Petro ilusionó a las comunidades más golpeadas por el conflicto y sus promesas de lograr una paz rápida con grupos como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) o las diferentes disidencias de las FARC trajeron esperanza al país.
La esperanza no era infundada; durante el Gobierno de Duque el ELN pasó de 2.800 a 5.000 integrantes; el Clan del Golfo, el mayor grupo criminal del país de 2.500 a 6.500, y la principal disidencia de las FARC, de 1.000 a 2.800.
Cambio de las dinámicas de guerra
Los grupos han seguido creciendo y ahora no solo hay tres grandes sino que las dos mayores disidencias han tenido escisiones que, sumadas a innumerables grupos criminales, hacen muy compleja la pacificación.
Los grupos han perdido parte de su naturaleza insurgente y ya no hay, como explica a EFE la subdirectora de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares), Laura Bonilla, un conflicto tradicional con dos bandos identificados.
«En este momento no hay ningún grupo que tenga como objetivo la derrota del Estado actual en Colombia y su sustitución por otra cosa», explica Bonilla.
Algunos grupos mantienen su agenda política pero su principal objetivo es controlar el territorio donde están afincados, imponer sus normas y controlar las economías ilegales o cobrar extorsiones a modo de ‘impuestos’.
«El Gobierno tenía la hipótesis de que a partir de sentar a todos los grupos en mesas de negociación, bajaba la violencia. Pero eso no ocurrió porque para muchos de estos grupos la violencia es el fin y no el medio (…) ellos viven del ejercicio violento del control territorial», resume Bonilla.
Negociaciones frustrantes
El Gobierno comenzó retomando la negociación abierta con el ELN durante el gobierno de Juan Manuel Santos y confiado en que podría avanzar rápido, pese a que todos los presidentes, menos Duque, han intentado negociar, sin éxito, con la última gran guerrilla latinoamericana.
«En mayo de 2025 cesa definitivamente la guerra de décadas entre ELN y el Estado», anunciaba Petro en junio de 2023, un sueño que se tornó imposible pues las negociaciones fluyeron durante el primer año pero empezaron a torcerse en el segundo, hasta el punto de que hoy están suspendidas, con la leve esperanza de que 2025 empiece con el deshielo.
Las otras dos que hay en pie tampoco son como comenzaron. El Gobierno instaló negociaciones con el Estado Mayor Central, la mayor disidencia de las FARC comandada por ‘Iván Mordisco’, y con la Segunda Marquetalia, liderada por ‘Iván Márquez’.
Pero ninguno de los ‘ivanes’ está ya en la mesa y el Gobierno ha optado por negociar con escisiones que no representan ni la mitad del grupo inicial y que se circunscriben a un territorio.
Es decir, que se ha virado de una «paz total» a buscar acuerdos territoriales que puedan traer cierta paz, bienestar y servicios a la población civil.
Hacia acuerdos territoriales
«Y esas negociaciones probablemente no concluyan en nada», afirma la analista de Pares, pero pueden tener luces y sombras.
«En la medida que estos grupos más pequeños son más territoriales, empiezan a separarse de los mandos y a decir: ‘yo sí quiero una negociación más rápida porque a mí sí me conviene salir de esto’», porque no tienen cómo aguantar las embestidas del Ejército o de otros grupos.
Ahí hay posibilidad de lograr victorias; pero también la probabilidad de rearme es mucho más alta.
Por otro lado, lo que se negocia actualmente son cosas tan sencillas como la construcción de puentes, acueductos o escuelas, algo que el Estado debería haber hecho hace décadas, pero nunca llegó a las regiones más desconectadas.
«No tendríamos que tener una guerra para eso», lamenta Bonilla, pero la burocratización del Estado en tan alta que lo que menos se ha implementado del acuerdo con las FARC son precisamente las promesas de llevar el Estado a los territorios.
Petro prometió en su investidura que trabajaría «de manera incansable para llevar paz y tranquilidad a cada rincón de Colombia. Este es el Gobierno de la vida, de la paz, y así será recordado», pero está en riesgo de que la paz no esté en la memoria del primer Gobierno de izquierdas.
Por eso, Bonilla considera que habría que flexibilizar el marco jurídico para «hacer negociaciones más prácticas y más pequeñas con los grupos» y «al mismo tiempo tener mecanismos de construcción de paz socio-civiles, o sea no con los armados, sino con los civiles».
«No podemos permitir que el desarrollo local y rural dependa de lo que se firma en un acuerdo con un grupo armado, eso tiene que ser un proyecto de país a 20 años» y no dejarlo en manos de políticos cada cuatro, afirma.
Es decir, hacer de la paz y el desarrollo de Colombia una política de Estado.